Acabo de volver de un retiro de meditación. He estado cinco días en silencio, dedicada solo a practicar mindfulness. Atención plena comiendo, caminando, sentada… Cinco días dedicados a estar en contacto con la realidad, tal y como es. En contacto con lo que siento y lo que pienso sin escapar a ningún sitio, sin contárselo a nadie. Cinco semanas en contacto conmigo misma, con mi mente, mi corazón y mis tripas, conociéndome un poco más, y más profundamente. Dándome cuenta de todos los mecanismos que utilizo para no estar con lo que hay cuando eso que hay no me gusta. Conociéndome más para ser más feliz, para vivir mejor y más intensamente y luego poder transmitir ese bienestar a los demás, directa o indirectamente.
Quiero contaros algo que me ha pasado en ese retiro. El día que llegué, me asignaron mi habitación y me dirigí hacia ella para colocar mis cosas. Nada más entrar, sentí una gran decepción. En el centro donde ha tenido lugar el retiro todas las habitaciones son iguales por dentro, pero hay unas con vistas a un espléndido jardín y otras donde lo que se ve por la ventana es un tosco muro que separa el edificio de la finca de al lado. Mi habitación era de las que daban a la pared. A cinco centímetros de mi ventana se acababan el aire y la luz para dar paso a unos ladrillos sin enlucir y a unos cuantos hierbajos. Ya había estado antes en aquel lugar y tenido la suerte de disfrutar de las vistas al jardín. Un espacio lleno de árboles, plantas, caminitos y fuentes que dejaban oír el deslizarse del agua sobre unas piedras de pizarra. Y ahora me veía allí, en ese “cuartucho agobiante”, como mi cabeza lo etiquetó nada más verlo.
Como llevo un tiempo practicando mindfulness y voy conociendo los mecanismos de mi mente, no me enredé demasiado en ese desagrado. Respiré y seguí con mis cosas. Desde luego que sentí el disgusto que me produjo la habitación. Además, bajé la persiana y no volví a levantarla más mientras duró el retiro. Consideré esto un gran avance. En una situación similar, hace unos años, la historia de la “fea ventana” y la tensión que la acompañó se habrían quedado en mi mente y en mi cuerpo quién sabe cuánto tiempo, con el consiguiente desgaste que acarrean y que además suele ser totalmente inútil en términos prácticos.
Ese día no podía imaginar la sorpresa que me esperaba al finalizar el retiro. Cuando fui a mi habitación a recoger mis cosas, decidí subir la persiana para tener quizás un pelín de luz natural. Y no puedo explicar lo que sentí al ver de nuevo esa misma ventana que había decidido tapar para que su horrible visión no turbara mi paz durante el retiro. Me quedé muda ante tanta belleza. Sí, belleza. De pronto pude apreciar de verdad lo que tenía ante mis ojos y que se me había escapado unos días antes. El trabajo que había hecho esos días permitió el milagro. Ante mí se desplegaban una gran variedad de colores y texturas. Había un muro desconchado por el que asomaba la tierra y franjas de ladrillos grises que se alternaban. Y enredadas por allí unas hierbas salvajes de un color verde intenso y lleno de tonalidades y matices. Una belleza sin igual impregnaba aquella composición de elementos naturales y artificiales en perfecta armonía que se enmarcaba en la ventana de mi habitación.
No se me ocurre nada más que añadir…
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