Estas Navidades he pasado algunos días de retiro, practicando meditación. El último día, al final de una de las sentadas, tuve una experiencia de esas que describen los místicos. Durante unos instantes, mi mente se calló completamente y me invadió una profunda e intensa sensación de paz y alegría. Al tocar la campanita, todavía “en éxtasis”, decidí salir al jardín y estirar un poco las piernas. Allí paseé un rato y luego me senté en un banquito. Me acariciaba el suave sol del invierno, me sentía en completa paz. Disfruté del contacto con el aire, del canto de los pájaros y de la vista del cielo azul y de las flores sin comentarios, sin interferencias mentales. Los pensamientos, si aparecía alguno, lo hacía muy suave y brevemente; pasaban por el momento para desaparecer sin molestar en la inmensidad de la que me sentía parte. Me vino a la mente una frase que nunca había terminado de entender: “los pensamientos, ornamento de la espaciosidad”. Allí estaban, como algo más, integrados, serenos, sumando. Ninguna necesidad de cambiarlos o eliminarlos. Todo era paz, todo estaba bien tal como estaba.
Cuando llegó el momento de volver a la sala, al entrar en el edificio me encontré con un perro que vive en el sitio donde he estado de retiro. Es un perro viejo y cascarrabias que ladra a todo el que pasa por su lado. Allí estaba, como siempre, al final de la escalera, esperándome, con una camiseta de felpa de color azulón, con un letrero en inglés que decía “soy el mejor”. Yo subía despacio los escalones disfrutando de ese estado extático que acabo de describir. Al acercarme al perro vi que su expresión era amable y que me miraba relajado. Donde otros días había una cara de pocos amigos y un puñado de ladridos chillones y malhumorados, en aquel momento me encontré con un manso y amable animalillo. Parecía que quería hablarme, estaba como volcado hacia mí, con su cuerpo, con sus ojos. Nos miramos y empecé a acariciarlo, a tocarle la cabeza. Él se dejaba, contento y tranquilo, le hablé, lo miré… incluso le acaricié por debajo de la boca, por la parte donde están los pelillos esos que se vuelven pegajosos por la acumulación de la salivilla y los restos de comida. El perro y yo, que no soy especialmente amante de los animales, nos fundimos en un bello momento de conexión. Mi parte más artística, para redondear la escena, trajo el recuerdo de San Francisco de Asís y la idea de la hermosura de la unión con todas las criaturas. Me dieron incluso ganas de besar al perro (en la frente). Ahí me paré. Me levanté y seguí camino de la sala de meditación, emocionada, con lágrimas en los ojos. Seguía en pleno éxtasis. De pronto, cuando fui a secarme las lágrimas, al acercar mi mano a la cara, me llegó un olor fétido. Lo que yo llamo “olor a perro mojado”. Sentí una leve sensación de asco que me sorprendió. Fui a lavarme las manos. Ahí se acabó el cuelgue. Vuelta a la realidad. Bendita realidad.
Después del éxtasis, la colada.
Me acordé de ese dicho zen que da nombre a un magnífico libro de Jack Kornfield. Tengo a esa frase siempre por ahí, como un punto de referencia básico. Es fácil quedarse “pillado” en las experiencias que el que practica meditación recibe como regalo en algunos momentos. Experiencias que te demuestran que esa realidad “supramundana” de la que hablan los sabios de todos los tiempos y culturas, existe. Que esa dimensión de la realidad donde todo está bien, donde todo tiene sentido, donde no hay dolor ni separación, donde todos somos uno, es tan real como todo lo demás. Que esos estados que ellos describen, existen. Experiencias de paz o gozo difíciles, si no imposibles de experimentar, en la vida más “mundana”. La mente, abrumada por la intensidad y la rareza de esas experiencias, empieza a construir historias y a querer quedarse ahí para siempre, lejos del mundanal ruido. En esos momentos conviene acordarse de la frase que acabo de citar. Después del éxtasis, la colada. Recordar que la vida es fluir, es cambio, que las experiencias se suceden sin cesar y que el aferrarnos a unas y rechazar otras solo nos lleva a bloquear la vida, a impedir que despliegue su grandeza, a sufrir. Así, ante cualquier experiencia agradable, los sabios recomiendan vivirla a tope, disfrutarla y después seguir, soltar, abrirnos a lo que venga después. Olvidarla, dejarla ir. Como una más.
Para vivir en este mundo, tienes que ser capaz de tres cosas:
– amar lo que es mortal,
– apretarlo contra tus huesos como si toda tu vida dependiera de ello
– y después, cuando llega el momento de dejarlo ir, dejarlo ir.
Mary Oliver
Este conocimiento es útil. Conviene darse cuenta de si de alguna manera estamos queriendo retener la experiencia, buscar más de lo mismo, manipular la vida, controlar. Conviene saber que ese es un hábito muy arraigado en nosotros que solo nos trae malestar. Si no nos acordamos nosotros… la vida se encarga de recordárnoslo. Bueno, más bien se encarga directamente de sacarnos de cualquier situación de acomodo. La vida no se para, no se puede parar. No la podemos parar por mucho que nos empeñemos (por suerte). Muchas veces, cosas que pasan que vivimos como “cortarrollos” son toquecitos que nos devuelven a la vida, que nos ponen los pies en el suelo.
La espiritualidad más alta es estar en contacto con la realidad. Krishnamurti
Muchas personas creen que la meditación sirve para conseguir estados alterados de consciencia, como la felicidad o la alegría continuas. Muchos gurús, incluso, prometen que sus prácticas te llevarán a conseguir esos estados, que gracias a sus enseñanzas vivirás para siempre en un paraíso de alegría donde ni sentirás ni padecerás. Hay mucha confusión… Para mí, la meditación, al menos la que yo practico, te lleva a ti mismo, a tu estado natural cuando no estás bajo el poder de la mente loca que da vueltas y vueltas sin cesar arrastrándote continuamente de un lado a otro. Nuestro estado natural es de lo más normal. Es un estado sin estridencias, tranquilo porque sabe y acepta que la vida va cambiando, que las experiencias, todas, acaban terminando. Es un estado de confianza en la vida y en su discurrir. Es un estado que no se afana en buscar continuamente experiencias placenteras con un ansia que no da descanso. Es un estado que valora lo sencillo, que encuentra placer en las experiencias del día a día. Es un estado que no gasta energía en cambiar lo que está pasando cuando no le gusta…o cuando no se puede cambiar.
En la meditación que practico se vive y se valora tanto el éxtasis como la colada. Se disfruta cuando las cosas van bien y se respetan los procesos naturales de malestar que surgen cuando aparece una contrariedad, cuando sucede lo que no esperábamos, cuando nos sobreviene uno de esos cortarrollos que nos saca de la comodidad o de la inconsciencia. Se respetan porque se sabe que son pasajeros y porque se tiene la capacidad de permanecer con lo que hay sabiendo que detrás, delante, dentro y fuera de todo lo que nos agobia está esa dimensión de presencia, de sentido y de espaciosidad donde hay sitio para todo.
Este mundo, absolutamente puro
tal y como es.
Tras el miedo,
la vulnerabilidad. Tras eso,
la tristeza, después la compasión
y, tras todo ello, el vasto cielo.
Rick Fields
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