¿Sufrir o no sufrir?
Una amiga está pasando una mala racha y se encuentra bastante desanimada. La otra tarde me llamó para pedirme consejo, no sabe si “aguantar el chaparrón” a pelo hasta que pase la tempestad o cortar por lo sano tomándose unas pastillas, en concreto antidepresivos. Un par de amigos le han dicho que, sin duda, eche mano de la química y se tome las pastillas, arguyendo que qué sentido tiene sufrir sin necesidad, existiendo un remedio tan sencillo. Mi amiga conoce bien la postura contraria, la de tratar de salir de esta crisis sin ayuda de la química. Los argumentos a favor de sufrir van desde el evitar la toxicidad y efectos secundarios de la medicación hasta la idea de que el sufrimiento tiene sentido y es una oportunidad que podemos aprovechar para avanzar en el camino del desarrollo personal.
Mientras hablaba con mi amiga, me vino a la cabeza la idea de que en la situación en la que se encuentra se plantea la misma disyuntiva que cuando, estando sentados meditando, empieza a dolernos la espalda. Ahí suele aparecer la misma duda: ¿qué hacemos, nos quedamos sentados con el dolor o nos movemos e, incluso, nos levantamos e interrumpimos la sesión si sigue aumentando? La misma disyuntiva que se plantea en tantas y tantas situaciones en las que lo estamos pasando mal: ¿qué hacer, quedarse o salir de ahí?
Tanto en la situación de la depre de mi amiga como cuando estamos con el dolor de espalda en el cojín, como en muchas otras situaciones similares, las opiniones acerca de qué camino tomar se dividen básicamente en dos grupos: sufrir o no sufrir. Quedarse con el dolor y tratar de superarlo con las propias fuerzas o salir de él lo más rápido posible. Parece que la opinión más generalizada en nuestros tiempos es la de “para qué aguantar el dolor, si puedes, líbrate de él cuanto antes”. En el caso de la depre y otros estados emocionales desagradables, está opinión se refuerza con la idea de “consume esto o esto otro y te sentirás bien”. Últimamente se oyen cada vez más voces a favor del otro extremo, existen incluso investigaciones sobre dolor crónico que parecen indicar que, a largo plazo, es más eficaz para el tratamiento el hecho de explorar el malestar y trabajar con él que tratar de ignorarlo o evitarlo.
Hablando con mi amiga me di cuenta de que las dos posturas tienen ventajas y de que no tenemos por qué elegir solo una. Quizás lo que marca la diferencia no es la opción que elijo sino cómo lo hago, con conciencia o sin ella. Si me comporto como un autómata y me meto una pastilla en la boca o doy un salto del cojín a la primera de cambio o si, antes, exploro la situación y mis recursos y luego decido qué camino tomar. Si, también como un autómata, me quedo sufriendo porque es lo que hay que hacer para no caer en la trampa de lo fácil o me planteo qué es lo que realmente quiero.
No creo que ninguna de las dos opciones tenga un valor en sí misma o sea mejor que la otra. Si estoy mal y tengo a mi alcance algo que me alivia, ¿por qué no servirme de ello? En la otra cara de la moneda, por mi propia experiencia, sé que muchas situaciones dolorosas pueden enseñarnos mucho de nosotros mismos, pueden ser un campo de prácticas para aprender a hacernos más humildes, más pacientes y flexibles ante los rigores de la vida.
Además de la conciencia, hay otra variable que puede ayudarnos a decidir si quedarnos o irnos. Esa variable es la intención, nuestros valores, lo que nos mueve a actuar, lo que es importante para nosotros. Y aquí puede haber tantas posturas como individuos. En este sentido solo puedo hablar de mi caso. Para mí es importante desarrollar recursos y estrategias para permanecer estable y serena en la adversidad. Me interesa la idea de cultivar una felicidad que no dependa solo de las circunstancias exteriores, de las sustancias químicas, de los objetos, de las ideas, de que todo me vaya bien y mi círculo más cercano de amigos, parientes, etc. esté intacto y a mi disposición. Así que aprovecho cuando no me va todo perfecto (la mayoría del tiempo) para desarrollar esa felicidad “interior”, esa capacidad de relajarme cuando las cosas no van como yo quiero. Y lo hago quedándome en el malestar y explorando y cultivando mis recursos, como: la capacidad de ver las ventajas de cada situación; de disfrutar de la belleza y las sensaciones agradables que van surgiendo a cada paso; de echar mano del sentido del humor y reírme de mí misma; de ser amable y conectarme con los demás; de abandonar la costumbre de querer entender todo lo que pasa y limitarme a estar y sentir sin más; de valorar y estar agradecida por todo lo que sí me va bien; de desarrollar sensibilidad para ver qué actividades me nutren y cuáles me debilitan, para dedicarme sobre todo a las primeras; de conocerme mejor; de observar cómo todo es impermanente; de dejar mi mente calladita sin pelearme con ella; de dejar de analizar la situación y anticipar lo que podría pasar…Y, sobre todo, sobre todo, sobre todo, la capacidad de desarrollar la suavidad, el amor y la compasión. Lo cual, además de todo lo anterior, puede implicar en algún momento el tomarme una pastilla o levantarme del cojín cuando yo considere que es suficiente.
Para terminar, una pregunta: ¿y si, en realidad, no hubiera nada que decidir?, ¿y si, en realidad, da igual la opinión que tengamos?, ¿y si, en realidad, se tratara solo de estar plenamente presentes en lo que está pasando, sin plantearnos nada más; de confiar e ir dejando que la vida se despliegue ante nosotros, momento a momento? Dando un pasito detrás de otro… respirando suave y profundamente.
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