Ecuanimidad, un camino diferente

Decía San Agustín que la felicidad consiste en tomar con alegría lo que la vida nos da y soltar con la misma alegría lo que la vida nos quita. Imagínate si tuvieras esa actitud… ¿a qué le temerías? Seguramente a pocas cosas.

Buda, en esa misma línea, decía que la causa del sufrimiento es la ignorancia o inconsciencia que nos hace vivir como autómatas, aferrándonos a lo agradable y rechazando lo desagradable. Partía de la idea de que la felicidad es un estado mental, que no depende de las circunstancias externas (aunque se necesitan unas condiciones mínimas). La ecuanimidad es un ingrediente clave en la fórmula de la felicidad: es esa capacidad de permanecer estables y libres ante lo que aparece en nuestra vida, sin aferrarnos ni rechazar, con aceptación. Si tenemos un poco de consciencia, veremos que, más que la propia ansiedad o cualquier emoción desagradable en sí, lo que nos hace sufrir es el rechazo a esas emociones. Con un poco de mindfulness podemos ver cómo cualquier emoción que aparece dura poco: surge, se manifiesta a través de unas cuantas sensaciones corporales agradables o desagradables y un poco de agitación mental y desaparece sin más. En su preciosos libro, “Un ataque de lucidez”, Jill Bolte Taylor dice que una emoción tan desestabilizante como la rabia dura noventa segundos como máximo. Si a partir de ese tiempo permanece es porque la estamos alimentando nosotros, normalmente con nuestros pensamientos, por algún motivo no la queremos soltar.

Los seres humanos tenemos muchos comportamientos en común con nuestros hermanos los animales. Uno de ellos es un instinto muy fuerte para huir de lo desagradable. Gracias a ese instinto estamos aquí. No tenemos que desdeñarlo, en muchas ocasiones salir corriendo y protegernos puede ser la mejor opción. Pero no es la única, además de huir, en muchas situaciones tenemos la opción de quedarnos, sobre todo cuando no se trata de una cuestión de vida o muerte o que ponga en peligro nuestra integridad. Podemos ver qué sucede cuando no hacemos caso al instinto, ver qué sucede si aprovechamos el hecho de ser humanos y de tener otras opciones para actuar, además de nuestros impulsos animales.

En el plano humano, huir no es solo algo físico. Huimos cada vez que nos desconectamos de nosotros mismos, cada vez que, sin darnos cuenta, ponemos el foco fuera. Esto es lo que solemos hacer cuando aparece el sufrimiento (angustia, tensión, dudas, confusión, miedo, etc.). Ni siquiera necesitamos notar sus sensaciones. En muchos casos, la sola idea de experimentarlas nos hace echar a correr. Y nos involucramos en miles de actividades para no estar con nosotros o encontramos miles de culpables y causantes de nuestro malestar. Margaret Cullen, en un curso al que asistí, dijo que esta era la clave de la práctica de la meditación: ante el sufrimiento, realizar ese giro que va desde mirar hacia fuera a volvernos hacia nosotros. Lo representó con un gesto muy gráfico, apuntó con su dedo índice hacia los alumnos y luego giró su mano dirigiendo el mismo dedo hacia ella. Luego añadió que hacer ese gesto, en lo emocional, puede ser tan difícil como darle la vuelta al “Queen Mary”, el famoso trasatlántico.

Estar con nosotros, hacernos cargo de lo que sentimos es importante. Dejar de correr y parar, descansar para poder acceder a esa paz que tanto anhelamos y que no está en ningún sitio diferente al que nosotros estamos en cada momento, no está ahí fuera, está aquí. La ecuanimidad es esa paz y es a la vez el espacio que permite que las sensaciones desagradables puedan estar ahí sin hacernos reaccionar y cerrarnos o salir corriendo. Es ese estado en el que permanecemos estables y firmes ante el dolor sin dejar de sentirlo. Es un ingrediente esencial en una mente feliz, es eso de lo que habla san Agustín en la cita con la que comenzó esta entrada.

¿Cómo podemos practicar la ecuanimidad? Así: cada vez que aparece en nosotros una sensación desagradable, si estamos conscientes, podemos darnos cuenta también del impulso que surge casi al mismo tiempo para desconectarnos de ella, para eliminarla. Con esto es suficiente, pero si queremos podemos ver también qué sucede después. Si seguimos ese instinto o no. No hay una “respuesta correcta”. A veces nos desconectaremos y nos cerraremos, a veces no. Lo que marca la diferencia no es lo que hacemos, sino desde dónde. Desde la inconsciencia o desde ese estar ahí, sintiendo. En el primer caso, seguramente saldremos corriendo arrastrados por el miedo en cualquiera de sus múltiples formas y en el segundo actuaremos desde una base de calma y consciencia de la que saldrá la respuesta más beneficiosa para todos en esa situación. En el primer caso habrá “más de lo mismo”, en el segundo hay una nueva oportunidad, un camino por recorrer que no es el habitual, un camino que puede llevarnos a un lugar diferente.

Hace falta cierto valor para recorrer este camino porque es nuevo. El otro, el de huir, reaccionar, escondernos y culpar a otros de nuestros males lo conocemos bien y sabemos cuál es su resultado. Para ver qué hay detrás del otro camino, el de parar, sentir y estar con nosotros mismos antes de ir a ningún lado, hay que ponerlo en práctica. Nuestra mente se resistirá a eso con miles de argumentos, queriendo escapar, una vez más. La humanidad lleva siglos actuando desde el miedo, el juicio, la reacción. Y no hemos llegado muy lejos en cuanto a paz, igualdad o felicidad genuinas, a algo que vaya más allá del bienestar material o un puñado de derechos muy valiosos pero exclusivos para unos pocos. Queda mucho trabajo por hacer.

Ese otro camino, hacia la conexión y la comprensión, comienza en cada uno de nosotros pero no acaba ahí. No es un camino para quedarnos ensimismados en una burbuja de calma vacía. Es una base para ir al mundo desde otro lugar, para relacionarnos con los demás.

Podemos aportar algo que vaya más allá de los juicios, del bueno/malo, del nosotros/ellos. No basta con las palabras o las buenas intenciones. De eso hay mucho. Se necesita algo diferente a lo que ha predominado siempre. Para mí, ese algo diferente es la aceptación, el amor sin condiciones, valga la redundancia ;-). Y no es una idea o una palabra. No pertenece a ningún grupo o religión. Es real y comienza en cada uno de nosotros. Y de ahí puede extenderse. El acto primordial de amor es aceptar lo que sentimos, sea lo que sea. Quedarnos con nosotros mismos cuando lo que hay no nos gusta. Cuando sentimos miedo, inseguridad, odio o lo que quiera que sea. Amar eso también. Y a partir de ahí, salir al mundo con esa chispa de luz y dejar que la vida y su inteligencia se vayan manifestando. Podemos probar con algo diferente.

La responsabilidad que tenemos sobre el sufrimiento del mundo comienza en nosotros mismos, en responsabilizarnos del nuestro, el que sentimos cada día. Pero, de nuevo, esto no se acaba ahí. No se trata solo de responsabilizarnos nosotros de todo, obviando el hecho de que hay personas que causan sufrimiento con sus acciones, con o sin intención. Basta de nuevo con mirar al mundo para ver esto. La ecuanimidad no es indiferencia ni pasividad. Tenemos que poner límites firmes y protegernos si es necesario. Pero además podemos servirnos del dolor que esas acciones causan para abrirnos. Para ir más allá del juicio y quizás comprender que también esas personas que causan daño actúan desde la inconsciencia y el miedo, desde el propio dolor. Los conflictos, las guerras (globales y domésticas) y las personas que los provocan pueden servir para que despertemos a otra forma de ver la realidad, a otra perspectiva que quizás pueda girar el barco en el que vamos. En una dirección mejor para todos, no solo para unos cuantos.

Lo que no es amor es miedo, lo que no es consciencia es inconsciencia, lo que no es luz es oscuridad. Al iluminar una habitación oscura, la luz no expulsa a la oscuridad, la incluye. “El odio no se termina con odio, se termina con amor, esta es la regla eterna”, decía, de nuevo, Buda. Un amor que es también firme. El amor no es siempre suave y amable. La verdadera acción compasiva, la que surge del contacto con el sufrimiento real puede ser muy dura. Muchas veces, lo amable también surge del miedo y no es lo más beneficioso, es simplemente lo más fácil. Quizás sabiendo eso, San Agustín decía “ama y haz lo que quieras”. Y otro sabio, Krishnamurti: “la espiritualidad más alta es estar en contacto con la realidad”. De ahí, de esa espiritualidad, estoy segurísima, surgirán miles de acciones de amor y cuidado para alimentar a un mundo que las necesita. Empezando por nosotros mismos sin detenerse ahí, pues realmente no hay “yo” ni hay “el otro”. Esa es una ilusión más, también producto de la inconsciencia y el miedo.

 

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